El abrupto y accidentado perfil de la costa alicantina entre Dénia y Calp ofrece un destilado de esencias que permiten al viajero vivir la experiencia del Mediterráneo de forma atemporal. Acantilados, islas y reservas marinas, cuevas vigías, molinos, sendas de pescadores, montañas volcadas al mar y embriagadores huertos frutales entroncan el presente de este territorio integrado en la comarca de la Marina Alta, con aquel que, hace siglos, atrajo por sus riquezas y su clima a fenicios, griegos, romanos árabes, cristianos y, hasta piratas berberiscos.
Esta ruta arranca con un recorrido por Dénia, la Dianium romana y la Daniya musulmana, que lograría su máximo esplendor en el siglo XI, cuando se convirtió en capital del reino Taifa y alcanzó una población de 30.000 habitantes. Desde el castillo, el Museo Arqueológico y el barrio de Les Roques, ejemplo de arquitectura popular mediterránea, se accede, rumbo al sur, hasta el puerto desde donde parten los ferrys hacia las Islas Baleares. El club náutico, con sus instalaciones deportivas y de ocio, el barrio marinero conocido como Baix la Mar, la Bahía de la Almadrava, la playa de Les Deveses y la de Les Rotes configuran un itinerario plagado de puntos de interés y de propuestas de actividades. Es el caso de las rutas en kayak que permiten visitar rincones tan singulares como la mítica cova tallada, donde se puede acceder por mar para recorrer sus 200 metros y admirar el trabajo de los canteros medievales que extrajeron la roca que sirvió para erigir el castillo de Dénia o la iglesia de Jávea.
Enmarcada entre el Parque Natural del Montgó (753 m.), el Puig de la Llorença, y el cabo de la Nao, la bahía de Jávea, en forma de media luna, queda limitada frente al mar por los cabos de San Antonio y San Martín. Elevada sobre este gran anfiteatro se alza la población de Jávea, en la actualidad un importante referente cultural y turístico.
En la punta del Arenal se hallaba una importante factoría pesquera donde los romanos elaboraban el preciado Garum, una especie de pasta de salazón que era básico para la alimentación de las tripulaciones. Hoy esta zona acoge una playa de arena fina, un paseo marítimo comercial y un Parador Nacional.
Siguiendo la línea de la costa, llegamos al Cap Prim y Cala Blanca, que cierran la ensenada, y a la Isla del Portichol y el Cap Negre que, cubierto de vegetación, era conocido como el cabo Tenebrium por los romanos. Y como rodeando esta porción de tierra adentrada en el mar, nos encontramos con el cabo de la Nao, vértice geodésico más oriental de la Península Ibérica elevado a 120 metros sobre el nivel del inmediato. Tras él, como retraído pero imponente también, aparece el Cabo Ambolo, con su cala solitaria y rocosa, y una torre vigía levantada para proteger a los pescadores de las incursiones berberiscas. Muy cerca, la Isla del Descubridor, imponente e inaccesible, es lugar donde anidan decenas de especies como el cormorán, la gaviota o el escaterét, o paiño europeo. El nombre le viene dado en honor a un marinero javiense que acompañó a Colón en su viaje hacia las Indias.
Escondida entre estos imponentes acantilados, la cala de la Granadella nos recuerda a la cercana Ibiza y ofrece un oasis de pinos y aguas cristalinas en una ensenada de ensueño, que ha merecido la consideración de mejor playa de España en destacados concursos televisivos. Y así, entre cabos, bosques de pinos, casas residenciales y restos de algún castillo en ruinas, llegamos a les Planes, llanuras cortadas a pico por profundos barrancos que enlazan con otro gran coloso, el Puig de la Llorença. Sus caídas al mar son conocidas palmo a palmo por los pescadores que, colgados con cuerdas y escalerillas de esparto, arriesgaban su vida a cambio de una pesca incierta que les complementaba sus exiguos ingresos los días de Navidad. Eran les peixqueres, un sistema de adaptación al medio, una lucha por la supervivencia cuando las circunstancias de la naturaleza no eran favorables, una especie de mezcla entre pesca, escalada y aventura. Todavía pueden verse desde el mar, las pesqueras colgadas al vacío donde pasaban los pescadores de caña noches enteras a la luz de la luna. Teulada - Moraira será otro puerto de esta ruta. Vigilado también por la torre del Cap d'Or y el castillo que, con foso y puente levadizo, formaban parte del sistema defensivo del litoral, en una época incierta, periodo en que los piratas berberiscos amenazaban las costas. Ahora es todo lo contrario y tanto las calas escondidas y recónditas como los Tiestos i el Lleveig, como la playa de la Ampolla, invitan a una vida tranquila y sosegada junto al mar más humano de todos los mares: el Mediterráneo.
A continuación, Benissa nos ofrece bellas calas, como La Fustera, en un entorno de aguas cristalinas, mientras que Calp despliega sobre el Mediterráneo uno de los hitos naturales más insólitos de todo el litoral, el Peñón de Ifach. Este bello accidente geológico de 332 metros de altura se adentra un kilómetro en el mar. Declarado Parque Natural en 1987, divide en dos el frente marítimo calpino en el que no faltan playas de fina arena, como La Fossa, Arenal-Bol y Cantal Roig, ni yacimientos romanos, como el de los Baños de la Reina.
El entorno natural y marino entronca con las delicias gastronómicas que nos aguardan en cualquiera de los magníficos establecimientos de hostelería que salpican la geografía de la Marina Alta, empezando por el restaurante Quique Dacosta, aupado al Olimpo de las tres estrellas Michelín, y siguiendo por el Bonamb, de Jávea, y Casa Pepa, de Ondara, ambos con una estrella Michelín. El producto inapelable, como la gamba roja de Dénia, y la tradición venida de las vecinas islas ofrecen al paladar una lista de platos inconmensurables, desde las llandetes al caldero pasando por las figatelles o cualquiera de las decenas de variantes del arroz.
Como contrapunto al balcón mediterráneo que representa la Marina Alta, los valles de interior de esta comarca ofrecen una variedad increíble de posibilidades de ocio y excursiones. Podemos comenzar por el valle de La Rectoría, atravesado por el río Girona, con cinco pueblos de imborrable pasado morisco. Seguir por La Vall de Laguar, donde la naturaleza nos brinda el espectáculo del Barranc de l'Infern y la catedral del senderismo, con 6.500 escalones labrados en piedra seca por los árabes. Y desviarnos hacia La Vall d'Ebo por una espectacular ruta de sierra. Por estos caminos podremos visitar rincones mágicos de la Vall de Pop y degustar los vinos dulces de Xaló, adentrarnos en la Cueva del Rull o ascender al Cavall Verd, donde se ubicó el castillo que constituyó el último bastión de la resistencia morisca antes de la expulsión de este pueblo.
Desde Adsubia, tierra en la que se asienta el majestuoso castillo de Forna, se accede también a otros dos valles ocultos, que encierran tesoros paisajísticos e históricos dignos de descubrir. Se trata de Vall de Gallinera, que reúne siete núcleos urbanos llenos de encanto en torno a una carretera serpenteante, y La Vall d'Alcalà, integrada por otros dos, Alacalà de la Jovada y Beniaia. Si el primero ofrece la oportunidad de descubrir la magia de los cerezos en flor y ascender hasta la Foradà (854 m.) para vislumbrar su legendaria alineación solar el 4 de octubre, día de San Francisco de Asís, el segundo acoge los despoblados moriscos de Atzuvieta y Queirola, donde el reloj de marcha atrás y nos devuelve al pasado agrario de las antiguas alquerías árabes.